domingo, 26 de septiembre de 2010

A diez cuadras o a veinte.

La mañana del jueves hicimos nuestro primer contacto con españoles en el hotel. Era una pareja de Valencia, que se encontraban en La Habana gracias a un premio recibido por ella en su trabajo. Silvia y Txua. El día anterior nos habíamos cruzado en el ascensor, recién llegadas del Morro, y literalmente tostadas. Nos preguntaron si veníamos de la playa, y si quedaba lejos. Les explicamos que era de andar por la calle, sin embargo, acordamos ir juntos a la playa al día siguiente. Según los mapas de La Habana que yo había consultado, habría playa más allá de Miramar.

Como de costumbre, tras el desayuno, salimos a la calle a preguntar por la parada del bus turístico. Uno de esos que hay en todas las ciudades, con la parte superior al descubierto, para poder hacer fotos o, simplemente, observar la ciudad desde las alturas. Un hombre nos había dicho el día antes que con ese bus podíamos parar directamente en la playa de la Habana, que estaba, según sus indicaciones, hacia Miramar.
El precio del tour era 5 CUC y te podías bajar y subir donde quisieras, todas la veces que quisieras, mientras durase el recorrido, pasaba un bus cada media hora.
Lo buscamos, y finalmente nos montamos. El viaje en la zona "descapotable" del autobús resultó ser plácido y relajante. Por primera vez tuvimos una panorámica clara de la ciudad. En ese momento nada podría presagiar la aventura que estaba por suceder, a lo largo de la mañana, eso sí, ¡bendita aventura!

Pasado Miramar, el bus hizo una parada en el Hotel Copacabana, y percibimos el intenso olor del mar. Preguntamos si eso era una playa, y la guía nos dijo que así era, de modo que bajamos, sin más preguntas.

El hotel tapaba el único acceso posible, así que entramos a preguntar por donde podíamos acceder. Un chico nos comentó que la entrada era por ahí, y que teníamos que pagar. Nos miramos con estupor y comentamos entre nosotros que debía haber una zona para que accediesen los cubanos, nos marchamos a buscarla. Segundos más tarde el chico corría tras nosotros, y nos indicó la zona en la que se bañan los cubanos, no sin advertirnos que no era una playa de arena, sino una calita acantilada. Pasamos por allí, y la observamos, cuando estábamos a punto de tomar sitio en la zona, otro chico nos abordó, y nos recomendó una playa de arena "cercana", a unas diez cuadras, que son calles para ellos.

Seguimos caminando, el sol azotaba nuestros cuerpos sin piedad, nos protegimos con paraguas al modo cubano. Pasamos el Meliá, seguimos calle abajo, hacia el Acuario Nacional, intentamos parar a una joven para preguntar la dirección exacta, pero nos esquivó sin mucha sutileza. Esto es algo que iguala al cubano con el andaluz, o es extremadamente simpático, o extremadamente antipático. Aunque abunda el primer tipo.

De repente otro joven se cruzó con nosotros, como si fuera en nuestra dirección, y nos sacó conversación. Nos indicó que la playa estaba a 20 cuadras, pero que no quedaba lejos. Las cuadras parecían multiplicarse por segundos. Era muy elocuente, como todos los cubanos del tipo simpático. Son grandes conversadores. Nos explicó como funciona el sistema de la doble moneda, y que debíamos cambiar en moneda nacional para poder pagar más barato, ya que se aplica el precio equivalente, y nosotros pagamos más caro que ellos, claro en divisa. Nos aconsejó no hacerlo en la calle de ningún modo.

Luego se despidió y continuamos nuestro camino, para ser nuevamente intervenidos por un dúo de mulatos, que decían conocernos porque trabajaban en el Hotel Vedado de vigilantes. No nos sonaba la cara de nada, pero les dimos un voto de confianza. Nos dijeron que la playa a la que nos dirigíamos no era aconsejable, porque allí abunda el tiburón blanco. Nos juraron que había salido la noticia en la radio, algo que era completamente falso, pero nosotros no lo sabíamos.

Lograron desviar nuestro camino hacia una parada de guagua, que nos llevaría a la Playa de Baracoa. No sin antes, intentar convencernos para ir con ellos al Palacio de la Música, sin éxito.

Una vez en la parada, una señora mayor nos comentó que esa guagua no dejaba en Baracoa, que teníamos que bajar dos paradas más allá y montar en otra.

Así comenzó la ventura hacia Baracoa, lo que merece un capítulo completo.

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